Ni se lo volvía a plantear. Simplemente la decisión estaba tomada. Sabía que había sido un poco radical e imprevisible, y su familia tenía todo el derecho de indignarse y pedirle explicaciones, pero no las tenía.
Se acercaba con lo que parecía un paso decidido a las gruesas puertas de madera, que según había determinado, no volvería a cruzar.
Lo recibió un hombre anciano, con túnica y barba blancas, y con unos ojos brillantes que despedían paz.
Detrás contemplaba los Alpes, verdes y húmedos. Vivos y con alma propia.
No sintió necesidad de despedirse de su voz, que allí dentro no necesitaría, ni de otros placeres y lujos que deliberadamente dejaba atrás. Se trataba de un portazo en su vida, abrir una puerta y cerrar todas las demás. Entrar en un mundo nuevo, una experiencia totalmente diferente que lo cambiaría a él y a su relación con el mundo de forma irreversible. No sentía miedo. Más bien era una mezcla de curiosidad e impaciencia. Impaciencia de la que se avergonzaba. No cabían prisas en esa nueva vida en la que el tiempo dejaba de tener linealidad, y se convertía en algo abstracto apenas perceptible a través de la memoria.
Un suave aroma a almizcle e incienso lo reconfortó y le hizo cerrar los ojos. Mientras, a su espalda el enorme portal se cerraba con un mugido que le daba la bienvenida a su nueva vida.
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