Se acercaba el cumpleaños del pequeño Julián, y estaba muy nervioso. Sabía que le iban a regalar algo muy especial, aunque no sabía qué. Cada año se trataba de una sorpresa nueva. Esperaba cualquier cosa. Una varita mágica, un dragón, una alfombra voladora, un pececito de oro, habichuelas mágicas... Cada regalo que le traía su padre tenía toda una historia detrás tan antigua como el mundo, y los iba guardando como pequeños tesoros mientras memorizaba cada detalle y juraba no olvidarlos.
Este año iba a ser especial. Claro, ya cumplía diez años y se estaba haciendo mayor.
Esa mañana se levantó más temprano de lo normal, esperando ver las pistas que cada año dejaba su padre. Porque una cosa hay que decir, y es que no se lo ponía nada fácil. Cada año debía realizar una verdadera labor de investigación, exprimirse el cerebro e ir atando cabos, de forma que cuando encontraba su regalo él ya era parte de la historia.
Ese año parecía que se lo había puesto especialmente difícil. Por más que se fijaba a su alrededor no veía nada extraño ni nuevo. Recorrió la casa examinándola minuciosamente, y solo vió un libro en la mesita donde su madre solía poner las llaves y las cartas cuando llegaban a casa.
Se llevó el libro a la cama con cuidado, y se puso a verlo. En realidad el ya había leido libros en el cole, y sabía que era un poco extraño que el libro estuviera en blanco. Era muy bonito. Tenía las tapas gruesas y de color gris, como las escamas de un pez. Y al tocarlo, era como si acariciara un lagarto. Él sabía como era el tacto de un lagarto, porque su primo tenía una iguana enorme y le dejaba tocarla.
Vaya rollo, pensó. Porque claro, encontrar un libro en el que no pone nada es un poco aburrido. Sería como encontrar un rotulador gastado, que vale, es un rotulador pero ya no puedes pintar ni nada.
Abrió el libro, y se dio cuenta que había hojas arrancadas. Algunas casi no se notaba, porque habían sido muy bien recortadas desde el lomo del libro, y otras apenas habían rasgado la mitad de la página.
Se preguntaba que sentido tendría ir rompiendo un libro tan bonito. A una de las páginas le faltaba un hueco en forma de estrella en el centro. Lo miró fijamente, y casi le dio un vuelco el corazón.
Corriendo, fue a su armario a buscar entre sus cosas. Sacó una caja de cartón anudada con un cordón, y se puso a abrirla. En esa caja guardaba las cosas realmente importantes, cosas muy antiguas y valiosas. Anudaba la caja con un cordón, porque así los duendes no podrían abrirla y robarle sus tesoros. Todo el mundo sabía que los duendes podían abrir y cerrar cerraduras y puertas blindadas a su antojo, pero no podían desatar nudos. Eran demasiado torpes.
Tras buscar un poco, encontró lo que buscaba. El dibujo de un amuleto mágico en forma de estrella, con un hechizo inscrito en todo el contorno en un idioma desconocido. Aunque no entendiera lo que ponía, sabía que era un hechizo, porque qué otra cosa iba a ser si no.
Recordaba perfectamente como llegó a él el amuleto. Un día, hace mucho tiempo, al levantarse por la mañana encontró una carta debajo de la cama. Él sabía que debajo de las camas se recibían a veces cosas perdidas de otros mundos, mensajes y objetos que van viajando de cama en cama, como los mensajes en una botella van por el océano.
Muy poca gente sabía de este método de comunicación. Probablemente sería porque era muy poco efectivo, y se limitaban a enviar y recibir calcetines. Pero podías dejar una carta debajo de la cama, que no sabías donde iría a parar. No podías escribirle a tu abuelo, porque era muy difícil que le llegara a él y no a otro la carta. Pero era un método útil para pedir auxilio si te secuestran en el torreón de un castillo en una isla perdida que se supone que no existe.
Así fue como le llegó el amuleto. Iba dentro de la carta, con un gran pergamino en el que un anciano padre de diez hijas secuestrado en el torreón pedía auxilio. Y enviaba el amuleto para proteger al que fuera a rescatarlo. La verdad que resultó ser un amuleto muy poderoso, pero eso es otra historia.
Observó que su amuleto encajaba perfectamente en el centro de la pagina con el hueco en forma de estrella. Se preguntaba qué querría decir aquello mientras examinaba minuciosamente el amuleto.
1 comentario:
No habría que llamarlo Julián, quizás Segismundo.
Una pena cuando crezca. Quizas abra la ventana y tenga ganas de gritar al mundo. Quizás, protagonice con su padre un corto sobre la veracidad de los Reyes Magos y el resto de sueños.
Nunca lo sabremos. Aunque el no lo sepa...el niño es tan real como las historias de su padre.
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