Me sorprendí grandísimo diplomático, pequeño aprendiz de Talleyrand. Lo llevé a mi terreno, dispuse la situación, dirigí la conversación. Con pseudonaturalidad salió el tema, hasta el fondo más espinoso; con arrojo y hombría rebatí sus argumentos.
Todo el miedo que había sentido media hora antes y toda la cobardía que me había atribuido habían desaparecido.
Tras la batalla, independientemente del resultado, está la satisfacción por no haber huído, por haber plantado cara.
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